"Escribí mi primera nota de suicidio cuando tenía 14 años. No hice nada al respecto, pero no entendí que no era algo habitual. Todo lo que sabía era que me sentía sola todo el tiempo, como si tuviera un dolor físico en el pecho. A veces, imaginé mi corazón con sangre saliendo de él. Por aquel tiempo, obtenía buenas notas en el colegio; así que nadie se dio cuenta de que algo iba mal, ni mis profesores ni mis padres.
Las cosas empeoraron cuando fui a la universidad, pero era bueno esconderlo. O pensé que lo era. Empecé a beber mucho. Cuando no salía ni estudiaba, sentía que mi cerebro me castigaba. Una voz constante me decía que era inútil, una persona horrible, un desperdicio. Que nadie se preocupaba por mí y que nadie debería hacerlo.
Un día, un amigo comentó que ya no sonreía. Recuerdo quedarme sorprendida y tratar de averiguar si era cierto. Era algo tan trivial, pero me ayudó a ver lo mal que estaban las cosas. Como si estuviera sonriendo y de repente me despertara. También me hizo darme cuenta de que era diferente. Fue entonces cuando fui al médico. Me envió a un psicólogo que, después de unas cuantas sesiones hablando de ello, me diagnosticó depresión.
Era más que depresión. Abandoné mis estudios durante un año. Estuve metida en la cama todo el día durante mucho tiempo. Sentí que había fracasado y descarté todas las posibilidades de volver a ser normal.
Después de un tiempo, cuando mi madre llegaba a casa del trabajo, me sentaba en la cocina mientras ella cocinaba. Con el tiempo empecé a cortar cosas para ella. Y ahora cocino mientras habla. Es nuestra rutina. Cocinar es algo muy simple y creativo: me gusta la sensación y el olor de los ingredientes, hierbas y cosas frescas, y hacer algo por otros me hace sentir bien también.
El hecho de aceptar que tengo depresión me ha ayudado a ver que esta tristeza no es característica de mi persona. Puede que siempre esté conmigo, pero sé que si permito que la gente me ayude, puedo tener más días buenos".